domingo, 8 de mayo de 2011

Capítulo 1



Mi nombre es Catherine y soy de Barcelona.
Estudié periodismo y terminé la carrera a los veintidós años, durante los dos próximos, trabajé en periódicos locales, en el apartado de política social.
Hoy en día, tengo treinta años y en estos últimos seis, he tenido la oportunidad de ver con mis propios ojos, las dificultades por las que atraviesa la humanidad, especialmente aquellos países más pobres, los cuales son los que padecen con más fuerza y salen mas perjudicados de las catástrofes naturales.

Al cumplir los veinticuatro, me propuse cumplir un sueño, aquello que quería hacer desde niña: entrar a formar parte de la fundación Cruz Roja, para así poder ofrecer mi ayuda a aquellos que carecían de ella.

En 2005, al cumplir los veinticinco, estuve destinada al Congo; colaborando pues, en la construcción de una escuela, para niños de entre cinco y trece años, los cuales, nunca anteriormente, habían oído hablar de la escritura, la lectura, o simplemente, de que más allá de 500 Km. de su pueblo existía otra civilización.

A los veintisiete, me destinaron una temporada a la India. Allí, luchábamos contra la malaria y ayudábamos a diseñar y elaborar una red de agua potable, a través de la explotación de acuíferos.

Nada más cumplir los veintiocho, decidí explorar el corazón de África.
Así pues, continué luchando junto a un equipo de médicos y misioneros contra la deshidratación adulta e infantil. A su vez, ayudé a vacunar a todos los niños de un poblado de casi 1000 habitantes. Esta misión duró dos años.

En la actualidad, a mis treinta años, cuando creía que mi experiencia ya era suficiente, cuando por fin tenía decidido trabajar para un periódico nacional de mi país, el cual me ofrecía la oportunidad de ejercer mi profesión de periodista, como directora de redacción en el apartado de política internacional, ¡una vez mas! la llamada de la solidaridad pudo con mi corazón, y me pidió que acudiera a ayudar y a contar al mundo, desde mi experiencia y perspectiva profesional, lo que estaba sucediendo en aquel país llamado Haití, cuya capital es Puerto Príncipe.

Elevándome un poco más que otros profesionales y compañeros, sobre el terreno de la objetividad, me gustaría denunciar de una vez por todas, por qué siempre, salen más perjudicadas aquellas personas que viven en estos países tan pobres y desfavorecidos; al mismo tiempo, quisiera manifestar cómo el resto del mundo, sigue viviendo del puro marketing de hoy en día.
Con todo esto pretendo aportar mi pequeño grano de arena ayudando de verdad, para que estas cosas no pasen, y si algún día llegan a suceder, al menos, que el dolor recaiga sobre el menor número de seres humanos.

He aquí mi relato, y mi experiencia como misionera, y como una persona más, que lucha por el prójimo, sin importarle las horas,  los días,  los meses, y ni siquiera los años.
He aquí una historia desgarradora, la cual pretende arrojar optimismo sobre lo sucedido.
No quiero ni por un instante, que nadie piense, que mis palabras o mis silencios tienen algún precio, ¡no! Simplemente, porque la humanidad no lo tiene…
Con este suceso quisiera lanzar al mundo un mensaje para intentar equilibrar nuestra sociedad, y, a la vez, evitar que las diferencias cada vez sean mayores entre nosotros; los seres humanos. Por último he de decir, que este relato es un brindis al amor hacia los demás, hacia la vida.
¡Viva la humanidad! 


Capítulo 2


12 de enero del 2010.

Mi experiencia como emigrante de Haití (por decirlo así), ha sido increíblemente impactante.
Salí junto con la fundación de Cruz Roja, un miércoles de madrugada, y llegamos ese mismo día, hacia el anochecer. Todo fue muy rápido; el hecho de subirte a un avión, coger un autobús, dormitar durante unas horas las cuales se hacían minutos; fue subir y tocar tierra.
Muchos os preguntaréis: ¿Qué ha sido lo más impactante de tu travesía?
Sinceramente, muchísimas cosas, no hay tan solo una; un buen ejemplo sería el que piensa toda persona cuando visita un territorio tercermundista, “Somos pocos quienes valoramos y apreciamos todo lo que tenemos, finalmente, luego no queremos nada. No nos damos cuenta, pero cuando llegas a esta situación, cuando te encuentras en un país como este, ves que ellos darían todo por tener ni que tan solo fuese una miga de pan”; tal vez haya exagerado el ejemplo, pero ésta es una buena forma de mostrar a la sociedad de que mientras unos se mueren de hambre, otros tiran o se deshacen de dichos alimentos, sin pensar jamás en lo que puede estar pasando en la otra punta del continente, o, simplemente, en muchos otros rincones del mundo.

El tema es que cuando yo estuve ese período de tiempo en Haití, cuando la llamada de la solidaridad lanzó hacia mí un pequeño grito de esperanza, no dudé ni un instante en ponerme en marcha y empezar un nuevo proyecto, una nueva aportación, una nueva dedicación a los demás, una nueva ayuda…
Sinceramente, lo que realmente impacta, cuando vives una escena como esa, es que lo único que puedes llegar a escuchar en ese instante, en esos momentos de máximo terror, es la voz de la multitud, en forma de murmullo generalizado. No se entiende nada; tan solo se oye a la muchedumbre gritando de dolor, tristeza, desesperación…

Cuando puedes darte cuenta, ves que estás deambulando por esa pequeña ciudad con todas tus energías y fuerzas, las cuales empiezan a ser pocas después de haber sentido y vivido tal desconcertante escena.

Te detienes entre la multitud a observar lo que hay a tu alrededor: puedes ver casas derrumbadas, carreteras destrozadas, personas inquietas, las cuales tienen como única urgencia encontrar a su familia y desaparecer de esa gran tragedia; quieren bajar la mirada, pensar que duermen, y despertar sabiendo que todo eso es una pesadilla.
Lo intentan, lo piensan, lo desean, pero finalmente alzan la mirada, abren de nuevo sus ojos, y lo primero que ven son las ruinas de su ciudad, lo poco que les queda de su humilde hogar… ya no ven en color, mejor dicho, tienen una visión del mundo en blanco y negro, todo es negativo para ellos.
La capital está sumida en una penumbra. Lo que antes era una ciudad, ahora no es nada más que un campo de ruinas, quedando bajo ellas, lo maravillosa y sencilla que era ésta.
¡Los ciudadanos están desconcertados, aterrados, descontrolados, ya no pueden más! Visto desde una perspectiva elevada, aérea, se podría decir que parecen pequeñas hormigas huyendo de la lluvia. Simulan estar tranquilos, pero no, están aterrorizados y no entienden de palabras.
Los que hemos venido a ayudar vemos tantas cosas, todas diferentes pero relacionadas entre sí… nos sentimos impotentes al no poder hacer más para evitar tanto sufrimiento.

De repente, cuando vas sin rumbo fijo, en busca de la nada, llega un momento en el que no sabes lo que haces, ni a dónde vas; es entonces cuando fijas la mirada en un pequeño niño de unos cinco años. Éste se te acerca, eres un total desconocido para él, pero no le importa, ya que no le queda nada ni nadie más, así que te abraza angustiado, está temblando, tiene miedo… Levanta su inocente rostro, te mira con ojos tristes y pregunta con voz temerosa: “¿Dónde están papá y mamá?”
Cuando oyes esas palabras, llenas de desolación, miedo y empeño, ternura, inocencia, te quedas sin aliento, sin pensamientos, tan solo te queda el dolor en el corazón. Es entonces cuando piensas: ¿Cómo le voy a decir que lo más probable es que sus padres ya no estén a su lado nunca más? Es un pobre niño, el cual no tiene culpa de nada de lo que ha pasado.

Lo que más nos echa para atrás, es que no es el único niño que se habrá quedado huérfano sin familia alguna, sino que éstos son centenares, mejor dicho, miles.
Nos volvemos a cuestionar otra duda, ¿Por qué todo esto? Pero no hay respuesta a nuestra insignificante pregunta, no la hay.
Yo, cuando pude reaccionar de aquel golpe que me llegó al alma, decidí llevarme conmigo a aquel pobre niño huérfano. Le senté sobre una de las ruinas, le tranquilicé, le sequé las lágrimas, le curé las pequeñas heridas que se había hecho, y finalmente le pregunté por él, por su historia.

¿Sabéis qué es lo más triste de todo esto? Lo más triste es lo que les puede llegar a pasar a esas inocentes criaturas, ya que hay sueltas miles de mafias, las cuales se aprovecharán al máximo de la situación para sacar beneficios de su propio interés, traficando con los pequeños órganos o con las vidas de aquellos chiquillos que han salido más perjudicados.
Lo más horroroso de todo esto es el dolor que llegan a causar a los demás.
Es algo atroz y parece ser, que nunca lo llegaremos a entender, pero si nos damos cuenta, hoy en día hay de todo un poco, y no podemos soñar con un mundo perfecto, ya que no es la realidad.

Capítulo 3


12 de enero del 2011. 

La carretera pasa junto a las playas de Kyona y Kaloa, invisibles tras los altos muros de aquellas grandes casas de veraneo en el pueblo de Saint Marc.
En las localidades de la zona, los ojos quieren ver menos miseria de la que se puede apreciar en este momento en Puerto Príncipe y sus alrededores, pero ahora que lo pienso, quizás sea tan solo una pequeña ilusión para nuestra conciencia.

El pasado 19 de octubre, Saint Marc fue el epicentro de la epidemia de cólera; me duele decir esto, pero ya son 3000 fallecidos y 30.000 hospitalizados.

Tras haber entrevistado a la doctora Ximena Diloll -coordinadora del proyecto de Médicos sin Fronteras en España-, hemos podido conocer más datos sobre lo sucedido: “El 25% de los afectados son niños; debido a su estado, la rehidratación es el único modo de combatir el cólera. La situación podría ser peor, debido a que éste es un país donde el único caso de cólera registrado hasta ahora daba lugar 49 años atrás.
Por suerte, aún no ha habido una explosión de la epidemia en Puerto Príncipe, ya que en lugares donde el cólera está presente, la epidemia puede durar dos o tres meses.”

Parece mentira, ¿verdad? Cuando pensábamos que ya nada podía ir peor para este país y… de repente ocurre esto.
Todos estamos en estado de shock; los de Cruz Roja sabemos que podemos ayudar, pero nos perdemos entre las ruinas provocadas por el terremoto y entre la gran multitud de gente enferma.

La mayoría de los haitianos viven en distritos de miseria o en campamentos improvisados en medio de una carencia extrema a la que hacerle frente cada día.
Hasta en las calles más céntricas lo único que sigue en pie son ruinas y la población vive entre ellas. Calles donde la vida intenta avanzar dolorosamente para hombres, mujeres y niños, que apenas han conocido la infancia.
Estas personas vuelven a sentir miedo; los que tenían algo, -por pequeño e insignificante que fuese- ya no tienen nada; no tienen ganas de vivir, y será cruel lo que diré ahora, pero es cierto: es casi imposible sobrevivir en este estado de caos generalizado.
El nerviosismo se palpa en el aire. Miro atrás y veo a la gente empujándose, peleando por un sitio donde poder apoyar su alma decaída y débil, gritando de desesperación, rabia…
Por otra parte, observo detenidamente cada síntoma que padece la persona enferma: la ves deshidratada -debido a la rápida pérdida de agua y potasio-, pálida y fría, decaída, dolorida por el dolor abdominal que ello conlleva, y hasta aprecias casos extremos de personas que poco a poco pierden la memoria y no conocen nada de sí mismos.

Cuando ya no puedo más, y no hay nada ni nadie que logre sacarme una sonrisa de estos labios empobrecidos, decido alejarme por unas horas de la muchedumbre y desconectar de este mundo cruel…

Camino, y el paisaje sigue siendo el mismo: las calles descorazonadas se encuentran escondidas bajo los escombros y la gran mayoría de la multitud habita en casas construidas por algunos plásticos o cartones; más adelante, sigo viendo ruinas a mi alrededor, y, desgraciadamente, algún que otro cadáver que posiblemente murió de cólera. Es imposible saberlo al detalle, pero la escena… la escena es espeluznante.
Miro con nostalgia un cuerpo, evitando imaginar la terrible escena, pero no puedo, e imagino… cuando me doy cuenta, veo que yo misma he dibujado en mi mente a esa persona fallecida, y es entonces cuando entiendo que por muy grande que sea el mundo, éste es un pañuelo… y lloro, lloro desesperadamente, intentando pues encontrar un abrazo cálido que logre calmarme y decirme que no es cierto, y que tan solo es una amarga pesadilla.
Acto seguido decido agacharme, ya que encuentro una billetera a su lado, y veo una foto de sus compañeros, de mis compañeros… He aquí la dura realidad…
Pese a que me duela, alzo la mirada hacia el cielo, y le pido a Dios que me ayude a seguir hacia delante fuerte y decidida.
La amargura intenta invadir mi mente, pero Él me ha dado esa fuerza que he pedido, y le doy las gracias, pues logro evitar todo tipo de pensamientos irreales.
Le cierro los ojos al difunto con la intención de evitar que éste pueda volver a observar ni que sea inconscientemente, las terribles consecuencias que ha causado el terremoto de hace ya un año y la cólera del momento.
Levanto poco a poco mi cuerpo y me incorporo. Pienso en lo que podría haber hecho para remediarlo, pero estoy en blanco, mi mente no dibuja a color. Me retiro dejando atrás aquel que fue mi amigo, le lanzo un beso acompañado de lágrimas de impotencia, y decido emprender de nuevo mi camino; debo ayudar, y luchar para llevar hacia delante la solución para intentar evitar las centenares de muertes que puede causar esta epidemia.
“Sé que tan solo soy una periodista, con el afán de ayudar a los que lo necesitan, pero esa es la causa por la que decidí desde pequeña ser misionera de Cruz Roja; me hacía grande la idea de pensar que podía ayudar a los demás haciéndoles sentir bien. Y me decidí, como explicaba anteriormente, me puse a ello, y finalmente cuando estaba a punto de alcanzar la cumbre más alta en mi carrera… renuncié a ella, para ayudar a este país llamado Haití.”

Continúo, y mientras camino hacia delante veo una pequeña silueta.
Rápidamente se me oprime el corazón y no puedo evitar detenerme. Es él; es aquel niño de cinco añitos… 
Siento alegría por haberlo encontrado tras haber pasado un año, pero a su vez, siento tristeza por todo lo que le ha sucedido y por todo por lo que debe estar pasando.

Se para a lo lejos, me mira detenidamente y logra reconocerme. Corre hacia mí, gritando mi nombre con voz temblorosa debido a sus lágrimas: “Catherine, Catherine, te vin!” (Has vuelto, me dice.)
Intento expresarme como puedo en Francés: “Se vre, mwen tornen.” (Es cierto, he vuelto, le digo yo.)
Me abraza firmemente, alza la mirada y me sonríe mientras sus lágrimas recorren su inocente rostro.
Hablamos durante unas horas, y mientras veo cómo expresa sus sentimientos de añoranza por sus padres, me doy cuenta de que necesita una familia; le miro, sonrío, lloro, le cojo de la mano, y le invito a venir conmigo.

Me acerco a mis compañeros y les comento la situación de Avin; me apoyan y me animan a seguir hacia delante con él, ¿Por qué no? Adelante.
Tras tratar el tema durante unos minutos, aparecen algunos misioneros de Médicos sin Fronteras. Éstos vienen a avisarnos de las últimas noticias recibidas desde España:
“Las ayudas internacionales no han llegado, tras haber pasado este horrible año;” desconocemos el porqué, y llegamos a explotar. Se siente frustración en las venas, se siente con tan solo mirarnos. Nuestro trabajo es duro, y toda ayuda llega a ser poca.
Más de uno intenta rendirse y volver a su país, pero les detenemos y les proponemos ver una situación.
Sarah, una niña de 10 años, sale de su chabola cada mañana con una escoba en la mano. Nos acercamos a ella y le preguntamos cuál sería su mayor deseo en este momento, su respuesta es esta: “Desearía tener un trabajo, para ayudar a mi madre trayendo un poco de dinero a casa, para así poder alimentar a mis otros 4 hermanos.”
Es una respuesta dura, nos llega al alma… esta niña no conocerá y le costará vivir lo que es la infancia.
Al pueblo haitiano no le falta esperanza, pero sí fuerzas para seguir hacia delante.

Desafortunadamente poco ha cambiado. Llevamos un año yendo y viniendo de Haití junto con la fundación, y, esta ultima vez, es imposible olvidar lo que está pasando en esta pequeña parte del mundo.
Deseamos que esto cambie y puedan llegar a cumplirse muchas de las promesas realizadas por el gobierno, pero cuesta creerlo, pues lo evidente puede sentirse nada más verlo ni que sea por un pequeño instante…

Capítulo 4


22 de abril, ¿año? 2011.

Van pasando los meses… empiezo a admirar cómo las cosas van cambiando poco a poco. Las muertes han disminuido, pero no estrictamente. Los niños vuelven a ir a las escuelas construidas por las organizaciones de misioneros que han venido a ayudar.
La gente no se rinde y sigue hacia delante con resignación ante lo sucedido y dando gracias a todo aquel que les ha ayudado.
Se aprecia menos miseria debido a la gran fuerza que les une; A veces, lo que nos hace más pobres es el hecho de no tener a alguien con quien poder contar.
Gracias a este suceso, gente de otros países han puesto su granito de arena para ayudarles a reconstruir sus sueños y sus vidas.

Tras haber pasado un año y tres meses, decido volver a casa, pero  esta vez, acompañada. He adoptado a Avin. Quizás le será duro adaptarse a este nuevo estilo de vida y a este nuevo país, pero estoy segura de que con la ayuda de mi marido, familia y amigos, conseguiremos que él se sienta a gusto y pueda empezar de nuevo.

“He aquí la verdadera realidad señoras y señores, pues la verdadera realidad es la que vivimos día a día.”

viernes, 12 de marzo de 2010

La catástrofe en imágenes



Imágenes captadas por el equipo de Cruz Roja.